Permíteme contarte una historia,
o mejor dicho un cuento de un nómada vagabundo que llego a los bordes de una
aldea cuyos habitantes estaban compuestos de ecos. Lo que el nómada vio fueron
cuerpos sonoros resonando infinitamente entre ellos. Susurrantes quejidos que
en la noche se volvían risas tan pronto
como rebotaban en el solitario precipicio. Sonidos alimentándose de sonidos.
Caminares tartamudos a través de las avenidas de los parques. Aglomeración de sonidos quejumbrosos transformándose
en bandas, hordas, furias y enjambres...
apoderándose del silencio de la noche con sus gritos escalofriantes... gemidos
de staccatos perforantes embrujando las profundidades del alma. Con cada paso,
el zumbido de las abejas proustianas se
recogían en su mente
para jugar con los ecos de su
pensamiento... Un pensamiento tan distante que sus contornos malamente podían
ser repetidos. A través de ritmos cascadiantes, el pensamiento emergió simbióticamente
del zumbido que sacudía el polvo de su cara. Una cara gastada por el
tiempo... cuyas arrugas se erguían como monumentos. Esos ojos, que habían
vislumbrado millones de espectáculos permanecieron silenciosos. Un pensamiento
se descolgaba del tiempo... en tanto un
eco nacía.
Ariel.
Jul/01
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