A los antropólogos
les gusta ver a la sociedad como un sistema de acciones simbólicas, una estructura
de estatus y roles, costumbres y reglas de conductas designadas a servir de
vehículos para el heroísmo terrestre. Lo
que algunos antropólogos llaman “relatividad cultural” es, en el fondo, la
relatividad del sistema heroico a través del mundo. Cada sistema define roles para la dramatización
de varios grados de heroísmo. Desde el
heroísmo de Alejandro Magno, Buda o el Che Guevara al heroísmo y fama del
jugador de fútbol o la actriz de televisión hasta el heroísmo de la vida diaria y anónima.
No importa que el
sistema cultural del héroe sea mágico o religioso, primitivo o secular o científico
y civilizado. El propósito siempre es el
mismo. Proporciona la posibilidad de
obtener un sentimiento primario de valor, de singularidad cósmica, de utilidad última
y de significado indudable. Es el
sentido de crear un lugar en el mundo.
Es la esperanza y la creencia de
que las cosas que el ser humano crea en la sociedad son de significado y valor
permanente, de que ellas sobrevivirán su muerte y decadencia. De que tienen acceso a la inmortalidad.
En nuestra
cultura, especialmente en los tiempos modernos, el papel del héroe parece
demasiado grande para nosotros o nosotros demasiado pequeños para el y lo que
hacemos es disfrazar nuestra
insignificancia acumulando números en la libreta de banco o una casa un poco
mejor en el vecindario, un auto ultimo modelo o hijos brillantes para reflejar privadamente
nuestro sentido de valor. Por mucho que
lo enmascaremos, la motivación es la misma… ansia de singularidad cósmica, de
ser especiales, de sobresalir. Y aquí y allá,
de vez en cuando, a través de la copa mundial de fútbol, tenemos la oportunidad
de embarcarnos socialmente, en grande, con bombos y platillos en un proyecto heroico en donde el grupo
social y la Nación, a través del equipo que sirve de vicario, o de chivo
expiatorio si las cosas van mal, logran su singularidad. La victoria es aquel lugar privilegiado que nos permite separarnos del
resto y acceder a cierta inmortalidad que es, por ultimo, el objetivo del héroe. Por eso, no todos pueden ganar. Solo uno es
el elegido.
¿Cuan conciente esta
el ser humano de lo que hace para experimentar este sentimiento heroico?... ¿y
que es lo que lo genera? Pareciera que cada uno de nosotros repite la tragedia griega de Narciso. Estamos completa
y desesperanzadamente absorbidos en nosotros mismos. Si tenemos interés en
alguien, es primero en relacion a nuestro yo. En la Grecia antigua la suerte
era cuando la flecha hería al prójimo en lugar de herirnos a nosotros. Veinticinco mil anos de historia no han
cambiado este narcisismo básico. Su peor
aspecto es cuando sentimos que prácticamente todos son sacrificables, excepto
yo o la extensión de mi yo que es el grupo.
Lo cierto es que no somos capaces de evitar este egoísmo básico. A través de millones de años de
transformación el organismo ha tenido que proteger su propia integridad, su
identidad fisio-química y preservarla. En el caso del ser humano esta identidad
y el sentido de poder y actividad adscrito a ella se han hecho concientes.
A nivel funcional
el narcisismo es inseparable de la auto-estimación que se constituye simbólicamente. El narcisismo se alimenta de símbolos, de
ideas acerca del propio valor, de conceptos e imágenes cuya incorporación, expansión y permanencia pueden
ser alimentadas ilimitadamente en el dominio simbólico al ofrecer respuesta a
la necesidad de inmortalidad.
Es en la niñez
donde podemos ver sin ocultamiento esta lucha por la auto-estimación. El egoísmo y rivalidad característica entre
hermanos no es solo producto del crecimiento,
sino que, también, es la expresión del ansia típicamente humana que es el deseo
de sobresalir y de ser único en la creación.
Cuando se combina el narcisismo natural con la necesidad básica de auto-estimación
tenemos un ser que necesita sentirse a si mismo un objeto primario de
valor. Primero en el universo, representante universal de la vida. Es lo que podríamos llamar “significancia cósmica”. Cuando nos sentimos menesterosos de fuentes
colectivas de auto–estimacion, el
mundial de fútbol nos puede llenar el vacío. Y con menos daño que el fanatismo religioso. La
copa mundial se ha transformado, indudablemente, cada cuatro años, en el
símbolo embriagador de nuestra transformación heroica. Signo de excelencia que
nos ubica por encima del resto de la
humanidad. Por cuatro años tenemos la
posibilidad de ser reconocidos como los mejores. No es sorprendente, entonces, que quienes
ganen se sientan en la cúspide del mundo.
Nieves y Miro
Fuenzalida
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