Mirando a través de la ventana uno
no deja de maravillarse de la belleza que llena la mirada. El verde radiante de
los árboles, la alegría juguetona de las ardillas, la ligereza de las
mariposas, el canto de alerta del blue jay y el silencioso deslizarse de las
nubes en contra del azul transparente de los cielos. La escena pululante de vida y color es magnifica. Y,
sin embargo… esta magnificencia esta preñada de transitoriedad. Todo lo que
existe contiene la fuerza de su propia
destrucción. Todo lo que existe es temporal y desde el mismo momento que surge empieza a desaparecer. Cada experiencia esta definida por esta doble realidad. Cualquier cosa que
queramos afirmar esta constituida por el hecho inescapable de que será negada, por la amenaza constante
de que eventualmente la perderemos. Penosamente cierto. Y, así y todo, la finitud del ser es algo que no debería
impedir nuestro disfrute de la vida, porque, si lo pensamos, sin finitud
no habría disfrute.
La finitud de las cosas y la
experiencia de la inevitable fugacidad de la vida no
inhiben nuestros deseos sino que, por el contrario, los producen. Deseamos mantener lo que queremos
porque podemos perderlo. Queremos
recordar porque podemos olvidar. Sin la aprehensión del paso del
tiempo no habría deseo de aferrarnos a el. Es la fugacidad temporal, la misma que tanto tememos, la que abre la
oportunidad al deseo. Un momento
indivisible, un momento que no pudiera ser alterado en lo más mínimo nunca podría iniciar otro
momento. En cambio, un instante, al
negarse a si mismo siempre da paso a otro instante, a otro momento.
Hablamos del presente, pero tan pronto
como hablamos de el ya es pasado. Sin la
auto negación, sin el paso de un instante a otro, no habría tiempo. Solo un presente eternamente igual a si mismo, un presente incapaz de
producir diferencia. Y, al no
producir diferencia, no habría deseo. Es la sucesión del tiempo la que permite
explicar la diferencia constitutiva del deseo, vale decir, el hecho de que el deseo nunca logre coincidir completamente con su objeto, que ningún objeto sea capaz de extinguirlo.
Cada vez que logramos el objeto deseado sentimos que no es suficiente y
esta insuficiencia nos lleva a aspirar o desear otros objetos en una cadena sin fin.
La verdad es que nunca logramos satisfacer completamente los deseos porque, al ser temporales, el
futuro inevitablemente los alterara. Si el
deseo existe es porque nunca puede ser satisfecho totalmente.
¿Significa todo esto que el deseo
surge de la carencia? Obviamente solo deseamos lo que no somos ¿Cierto? El que
es saludable no necesita salud, el que
es feliz no necesita felicidad, el que tiene dinero no necesita
mas y el que es amado no necesita mas amor.
Es algo que ya somos o que ya tenemos ¿Y
por qué, entonces, deseamos ser más felices cuando ya la tenemos o deseamos más
amor cuando ya somos amados? ¿Por qué deseamos ser lo que ya somos? Si queremos
lo que ya tenemos no es porque nos falta, sino porque en la misma experiencia
de la salud sentimos el temor de que
podemos perderla, de que no durara para siempre. Lo que en realidad queremos es
conservar nuestra salud o nuestro amor, que continúen sin interrupción, que el tiempo
no los altere. Sin esta aprehensión
de perdida no habría necesidad de
preocuparnos por el futuro. Martín
Hagglund dice que esta anticipación de la perdida de nuestra salud o de nuestro
amor seria impensable si no fuera porque
ellas ya están divididas desde
dentro, amenazadas desde su propio interior por el tiempo, por la
imposibilidad de permanecer iguales a si mismas. Un ser temporal esta constantemente pasando de un estado a otro y la única
posibilidad de perpetuarse es dejar trazas de si mismo para el futuro. Hijos,
un libro, una estatua, una acción inolvidable, cinco minutos de fama, una foto
en el “facebook”, una piedra con nuestro nombre en el cementerio. Un ser eterno,
en cambio, no sufre transformación alguna y, al ser siempre idéntico a si mismo, nada surge de el y nada deja detrás de el. Es por esto que el deseo de sobrevivencia es
incompatible con la inmortalidad. La vida y el deseo de vivir es siempre una
cuestión de sobrevivencia temporal a diferencia de la inmortalidad que no da cabida para
la vida en el tiempo.
Esta es una diferencia clave. Lo que queremos en el fondo es seguir
viviendo, no la inmortalidad, porque el deseo
de la inmortalidad equivaldría a decir que el gol del deseo es no desear. Cuando
decimos que deseamos la inmortalidad lo
que en realidad queremos decir es que deseamos la sobrevivencia que es anterior al deseo de la
inmortalidad y la contradice desde dentro. Si no fuéramos seres mortales no
tendríamos deseos de salvar ninguna cosa
de la muerte porque solo lo que es mortal esta amenazado por ella ¿No significa
esto que la afirmación de la vida es incondicional y no es una cuestión sujeta a elección?
Cualquier cosa que uno quiera o haga uno tiene primero que afirmar la
sobrevivencia ya que solo ella abre la
posibilidad de seguir queriendo o seguir haciendo. Y si en algún momento
sacrificamos la vida por los que amamos este sacrificio todavía esta motivado
por el deseo de la sobrevivencia de ellos.
A lo que nos lleva todo esto es a la idea de que la afirmación de la vida no es un
valor en si mismo. Es, más bien,
la condición incondicional de todo valor. Cualquier valor que uno privilegie
esta sujeto a la afirmación de la sobrevivencia. Sin ella no hay valor que
pueda ser postulado. El impulso de la afirmación de la vida es la fuente de todo goce y de todo
sufrimiento, de toda compasión y amor y de todo miedo y odio. La afirmación de
la vida por la vida misma necesariamente
contiene un cierto displacer. No
hay nada que no posea su lado oscuro. Este
es el doble vínculo al que estamos sujetos. Doble vínculo que ni siquiera
idealmente podemos resolver porque la finitud temporal es interna a cualquier cosa que queramos. A cada afirmación la acecha la negación, la constante
amenaza
de un futuro que no queremos. Cualquier cosa deseable no puede ser
disociada del hecho indeseable de que eventualmente la perderemos. La finitud
es, curiosamente, la razón del coraje y
el amor y, también, la razón del miedo y el odio. Sin el impulso a la
sobrevivencia no habría hostilidad o
miedo a ninguna cosa ya que nada podría importarnos
o amenazarnos. Freud decía que el objetivo último del principio del placer es
lograr completa estabilidad. La paradoja es que su logro equivaldría a la
vuelta del mundo inorgánico.
¿Quisiéramos realmente una vida completamente intacta, libre de alteración
temporal, una vida inmortal y necesaria? Probablemente no, si lo volvemos a
pensar.
Una vida inmortal, al poner fin a la diferencia, al surgimiento y la finitud de las cosas no seria vida, seria muerte. Para que un ser fuera inmortal tendría que ser, al mismo tiempo, el y su
opuesto. Pero, si es el y su opuesto no habría cambio y sin cambio nada pasaría. Siempre seria igual a si mismo. Es a esto a lo que en
filosofía se llama ser necesario. Pero,
la cosa es que el ser necesario no
existe. Tradicionalmente se ha pensado que
lo que es contingente no es necesario y lo que no es necesario en si
mismo requiere de un ser necesario que lo fundamente. La única necesidad
evidente, la única necesidad de la que podemos hablar con absoluta certitud
racional es la necesidad de la contingencia y no la necesidad de un ser, un
ente, un evento o una ley. ¿Por qué? porque es imposible
calificar a la contingencia como
contingente. Nada es racionalmente necesario a excepción de la contingencia.
Los seres vivos tienden a
mantenerse a si mismos, a fijar su realidad, a conservar el equilibrio.
Pero, a pesar de todos los esfuerzos que hacen, la fuerza del devenir siempre rompe el equilibrio y los límites de lo que existe al abrir un sistema o un ser
vivo a nuevas posibilidades o al desviar las fuerzas creativas del simple acto de
repetición. No hay naturaleza fija. En algún momento del remoto pasado las propiedades de la vida surgieron de la
materia inanimada, un proceso parecido a aquel otro en el que
los estratos de la materia orgánica dieron origen a la conciencia. Eventualmente,
si empujamos la imaginación, la conciencia será conectada con el silicón en lugar del carbón. Deleuze decía
que hoy día es un lugar común afirmar
que las fuerzas humanas ya han entrado en relacion con las fuerzas de
la tecnología informática creando algo diferente al hombre y la mujer.
Nieves y Miro Fuenzalida.
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