El miedo a la muerte
nos persigue desde el momento que tuvimos suficiente memoria para recordarla y
es una de las mayores motivaciones de nuestra actividad destinada, mayormente, a evitar su necesidad…
a vencerla a través de la negación de su destino fatal. Nuestro mundo cultural,
el mundo de los objetos materiales e ideales proporciona la fuente y promesa del flujo
constante de la vida, del poder, de la estabilidad y del placer y evita y
resiste su disminución y muerte. Las categorías básicas del mundo antiguo
eran Mana y Taboo. Mientras mas Mana acumulábamos, mas Taboo teníamos que
evitar. Nuestros equivalentes contemporáneos son Eros y Tanatos. Pero, el
proyecto común sigue siendo el mismo... la creación de símbolos que no decaigan
o se carcoman con el tiempo, símbolos inmortales que encubran el miedo a
nuestro fin ultimo... apuntar hacia un mas allá absoluto que garantice la afirmación
de la vida. La paradoja de este proyecto es que arrastra consigo el signo
podrido de la represión de la muerte como estado final cuyas consecuencias han
sido pandémicas.
Hegel decia que
la historia es lo que la especie humana hace con la muerte. Una especie animal...
deslizándose en un planeta fantástico cubierto por la luz del sol. Y cualquiera
otra cosa que sea es construida sobre esta animalidad. A nivel básico el ser
humano, al igual que cualquier animal, vive luchando por conseguir alimento. Es
la lucha por comer o ser comido. Un espectáculo escalofriante en donde dientes
y tubos digestivos rasgan y trituran la carne de todo aquello que se coloque a
su alcance dejando atrás pilas de excrementos. La descripción de esta
escena grotesca es lo que tanto disturba a las almas sensitivas que la
rechazaron con horror la primera vez que Darwin la presento en toda su
elementalidad y necesidad. Pero, el hecho concreto es que la vida no puede
mantenerse sin que los organismos se devoren mutuamente. Una vez saciados, el
objetivo es conservar la vida a cualquier costo y este costo, en el caso del
ser humano, puede ser exorbitante.
Nuestra condición
paradójica, decia Ernest Becker,
es que queremos perseverarnos como cualquier otro animal y satisfacer los
mismos impulsos a consumir, convertir energía y disfrutar de la experiencia
vital. A diferencia de ellos, sin embargo, tenemos que cargar con un peso extra
que es nuestra maldición y al mismo tiempo nuestra bendición... somos concientes
de la inevitabilidad de nuestro propio fin, de que nuestros estómagos
fatalmente morirán. Y es esta conciencia, la conciencia de nuestro destino
finito, la que constituye la raíz de nuestro miedo y angustia existencial, de
nuestro temor y ansiedad que marcan nuestro ser en el mundo. La aprehensión de
este terror existencial no es una ilusión… es una realidad y el sufrimiento que
su impacto causa es inescapable. Nadie esta libre de el. Por debajo de la sensación
de inseguridad frente al peligro, por debajo del sentimiento de desaliento y depresión
siempre yace el temor básico a la muerte, un temor sujeto a elaboraciones complejas
que se manifiestan indirectamente en una
variedad de formas (neurosis de ansiedad, fobias, estados depresivos
suicidas...) El fracaso de su
reconocimiento solo se logra a través de una laboriosa faena de negación de su
realidad, de su encubrimiento ilusorio y mágico. La represión primaria no es la
sexual. Es la represión de la conciencia de la muerte. Si la conciencia de este
miedo estuviera constantemente presente en nuestra mente no seriamos capaces de
funcionar prácticamente. Debe ser reprimido para conservarnos vivos con un
mediano confort.
Desde el comienzo
mismo de la historia no pudimos soportar el hecho de la muerte. Estábamos ya
demasiado despiertos. La simple tarea de comer y sobrevivir biológicamente no
fue suficiente para aplacarla. Mas defensas en contra de la creciente comprensión
de nuestra vulnerabilidad y mortalidad fue necesario desarrollar. La cultura es
la respuesta extra-biológica que le proporciona una realidad más duradera y
poderosa que la que encuentra en su propia naturaleza corporal. El paraíso musulmán
o cristiano es la fantasía paradigmática típica y más elemental de la visión de
lo que el ser humano espera del futuro.
En un plano más complejo, la trascendencia de
la muerte se da en la búsqueda del sentido de la existencia, de un esquema o
diseño universal más amplio dentro del cual nos podamos ubicar... obedecer la
voluntad de Dios, cumplir con nuestras tradiciones ancestrales o realizar algo
que enriquezca a la especie humana. El propósito siempre es el mismo... expandir
las limitaciones reales de nuestros cuerpos. La búsqueda de la inmortalidad puede adoptar una variedad de formas
espirituales que ya no son simples respuestas reflejas al hambre y al miedo,
sino la expresión de la voluntad de vivir, permanecer y ser considerado y
recordado. El individuo es capaz de sacrificarse a si mismo por el grupo si con
ello participa en su inmortalidad. Podríamos decir que voluntariamente muere
para no morir.
Lo que el animal humano realmente teme, decia
Becker, no es tanto su extinción, sino su extinción sin sentido. Lo que quiere
es saber que su vida, de alguna manera, ha significado algo, que en el orden de
las cosas ha dejado una señal significativa. Y para que nuestra existencia
tenga significado, sus efectos deben conservarse vivos eternamente. Toda religión
surge, en última instancia, no tanto del miedo a la muerte natural, sino, a la destrucción
final. El orden simbólico nos proporciona la auto-trascendencia artificial.
Toda forma cultural es súper-natural y su fin es elevar al ser humano por
encima de la naturaleza, asegurarse que de alguna manera su vida es más valiosa
en el universo que cualquier cosa meramente física u orgánica.
Esta fantasía no
es gratuita y el precio que pagamos por negar el hecho básico de nuestra
finitud es bastante alto. El proyecto histórico de la inmortalidad y trascendencia
muy pronto transforma al individuo en objeto y a este en victima, dividiendo el
mundo en diferentes campos armados dispuestos a la matanza masiva y a la destrucción
mutua. La auto-trascendencia cultural, sea religiosa o secular, no nos da una solución
simple y directa al problema de la muerte. El terror continúa persistiendo
debajo de la represión cultural. La fantasía solo re-dirige nuestro terror a
los niveles culturales más altos creando nuevos problemas. Tan pronto como
tratamos de enraizar nuestra vida en significados culturales
auto-transcendentales, en símbolos de inmortalidad que nos garanticen algún
tipo de duración indefinida, una nueva forma de inestabilidad y ansiedad se
crea contaminando los asuntos humanos. Tratando de evitar el mal,
introducimos en el mundo un mal mayor del que producen nuestros aparatos digestivos. No es nuestra
naturaleza orgánica la que produce el amargo destino terrestre. Es la
ingeniosidad humana.
Nieves y Miro
Fuenzalida.
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