La idea de la “guerra justa”, cuya definición depende simpre de alguna interpretación supuestamente legitima, se presenta bajo el ropaje de la legalidad que presume la existencia de actos absolutamente condenables que dan licencia para matar inocentes. Según Laurie Calhoun la noción misma de “guerra justa” es contradictoria y racionalmente insostenible al asumir absolutismo, por un lado y relativismo por el otro. Cada fuerza combatiente comprometida en una lucha mortal mantiene que su acción es correcta, que el enemigo esta equivocado y que su causa finalmente triunfara. Invariablemente el adversario es la encarnación del mal que busca nuestra destrucción y viola los estándares de la moralidad y el derecho al que todos los individuos, por el mero hecho de ser humanos, están sujetos. La obligación de la fuerza combatiente es defender o restaurar estos estándares.
Si existen dictados morales aplicables por igual a todos los seres
humanos, mas allá de las convenciones sociales, es solo porque creemos en el absolutismo. Quien crea que los
principios morales son artefactos culturales carentes de validez objetiva o
absoluta se comporta como el gitanillo que cuando el cura le pregunto porque no
se ha aprendido los diez mandamientos le responde… “padre, yo me los iba ha
aprender, pero escuche un run run de que
los iban a cambiar”. Para el relativista no hay una verdad moral singular
porque estas son relativas a un contexto o marco social que la gente decide
aceptar, cambiar o rechazar. La cuestión es esta… ¿Hay principios morales que
nos indiquen que hay actos condenables independientes de su contexto? Según el absolutismo hay por lo menos un
principio aplicable en todo momento y en todo lugar. La prohibición del homicidio,
que es una de las prácticas más antiguas
en la historia humana, dicen, es el
mejor candidato para presentarse como tal principio moral absoluto. Si la
prohibición de asesinar gente inocente no se aplica en todas partes y a todos
los individuos, entonces, algunos seres humanos actúan inmoralmente. Si se
mantiene la alternativa relativista, la
moralidad termina con ser no mas que un sueno gratuito y una utopía
inalcanzable. Es solo dentro de un marco absolutista desde donde es posible
hablar de crímenes de guerra y “guerras justas”, porque el asesinato es
absolutamente condenable y las guerras injustas involucran asesinatos.
Esta noción de la “guerra justa” tiene una larga historia que se
extiende desde la antigua Babilonia, a China, Grecia, Roma hasta el presente.
Su mayor requisito, articulado por los pensadores medievales y redefinidos por
los protocolos militares modernos, es que la guerra debe ser justificada y las muertes
que ella provoca solo pueden ser
aceptables bajo el cumplimiento
de ciertas condiciones. La mayor parte de los teoricos contemporáneos
defensores de la “guerra justa” concuerdan en que esta debe ser públicamente
declarada, que razonablemente tenga posibilidades de ser ganada, que la causa que la provoca debe ser
suficientemente grave, debe ser el
ultimo recurso, ser llevada a cabo por una causa justa, ser declarada por una
autoridad legitima, los no combatientes no deben estar sujetos a ataque, los
prisioneros deben ser tratados como no combatientes… Construida de esta manera,
no es sorprendente que esta teoría haya persistido por tanto tiempo y que en
cada conflicto militar sea reclamada por ambos lados. Lógicamente, sin embargo,
significa que, a lo menos, la mitad de estas condiciones son meras
racionalizaciones para encubrir el recurso a la violencia de una guerra injusta.
Ambos lados no pueden tener razón al mismo tiempo. Pero los líderes políticos
siguen desplegando la retórica de la guerra justa una y otra vez porque saben muy bien que juega
un papel importantísimo en la motivación de los ciudadanos y combatientes para
matar. Incluso los filósofos de la guerra, los pensadores religiosos y las masas populares
presumen que a veces la guerra es justa.
La doctrina del doble efecto, por ejemplo, ha venido sosteniendo por
cientos de anos que las malas
consecuencias, como la muerte de ninos, mujeres y ancianos es aceptable durante
la guerra si se producen sin intención. El cuestionamiento de este vasto
consenso se construye como una posición irrealista y peligrosa para la Patria, a pesar
del obvio argumento pacifista de que la violencia alimenta la violencia. La
vocación militar es la defensa a través de la destrucción y la magnitud destructiva de la tecnología bélica
contemporánea difícilmente puede sostener el argumento de la auto defensa. Una
cosa es evitar el atentado en contra de la propia vida y otra muy distinta
volar a tierras lejanas para bombardear
y destruir sus ciudades porque el líder dice que de allí viene el peligro.
La
cuestión más difícil con que los
defensores de la guerra justa se topan es con lo que los filósofos llaman “paradojas metaéticas”
que surgen al presuponer la existencia de un marco moral absolutista. Si
miramos detenidamente los requisitos que definen la guerra justa descubriremos, muy pronto que cada uno de
ellos implica relativismo porque su contenido lo determina, en cada instancia, el
individuo que ocupa el poder ¿Cuantas veces, por ejemplo, el significado
de victoria ha sido modificado, primero por Bush y ahora por Obama, en la guerra de Irak y Afganistán? Lo
que significa “éxito”, el prospecto razonable de ganar la guerra, es una
función relativa a la interpretación del líder
que, en ultima instancia, depende
de que y cuanto esta dispuesto a sacrificar. La noción de “último recurso” indica que no se
debe entrar en guerra ligeramente, que todos los esfuerzos posibles deben
emplearse para evitarla. Dado el hecho de que
siempre es posible agregar una nueva acción diplomática en el ambito político
uno podría decir que el último recurso nunca
se cumple. Por tanto… ¿quien decide cual es el último recurso? No hay líder que no afirme que su guerra es
justa y que se declara en nombre de la autodefensa. Solo recordemos las razones
que dieron, George Bush (“El Estado de Kuwait debe ser restaurado o ninguna
Nación estará segura...”), Saddam Hussein (“Los derechos del pueblo de Irak
serán recuperados uno por uno…”) o Hitler (“Es el judío el que lucha por
dominar otras naciones y no hay nación que pueda remover su mano de la garganta,
excepto por la espada”). ¿Quien decide
que la causa de la guerra es justa? En la práctica, las naciones entran
en guerra cada vez que el líder, un mero ser humano, decide que el
deber obliga. “Yo, como cualquier jefe de Estado”, dice Obama, “me reservo el
derecho para actuar unilateralmente si es necesario, para defender mi nación.” Es
solo la prerrogativa de su poder y autoridad la que le permite transformar en
un verdadero infierno la vida de comunidades enteras en nombre de lo que el decide que es justo. Es
obvio que todos reclaman, en ambos lados de cualquier conflicto, el bien en
contra del mal, lo justo en contra de lo injusto. El problema es que la
afirmación universal de esta tesis, como
dice Laurie Calhoun, solo revela su total vacuidad. Siempre la guerra culmina con la muerte de inocentes. La doctrina de la guerra justa presupone que algunos actos son absolutamente condenables, pero, al mismo tiempo, acepta la muerte de inocentes con la mera enunciación del decreto de un ser humano investido con una autoridad circunstancial. La muerte de un soldado se construye como autodefensa… ¿Qué pasa con la muerte de niños y mujeres que, sin culpa propia, se encuentran atrapados en medio de la lucha? El asesinato intencional e, incluso el asesinato accidental, es considerado homicidio en la sociedad civil. Pero no para los que presentan sus acciones bélicas como guerra justa. El ataque al escondite de supuestos terroristas en la vecindad de niños es legítimo y el asesinato de inocentes es “daño colateral”. El acto de matar según los defensores de la guerra justa es permitido o no dependiendo del contexto y no de una cualidad intrínseca del acto mismo de matar. En ambos casos la muerte razonablemente se puede predecir. En uno el culpable es moralmente responsable. En el otro, si los soldados actúan bajo ordenes, no lo son. La ultima autoridad de donde emanan estas órdenes es el “commander in chief”. Dicho de otra manera, un ser humano elegido como líder por el electorado o auto designado determina cuando el asesinato es o no permitido. Es esto lo que hace a la noción de guerra justa inherentemente paradójica. Mantiene principios morales absolutos mientras en la práctica sostiene el relativismo moral al indicar que hay circunstancias en que la más abominable carnicería de inocentes es aceptable. Es decir, depende del contexto, que es, justamente, lo que el relativismo proclama. Si el relativismo es cierto la guerra no tiene fundamento moral para declararse en contra de una nación cuyo líder no comparte los mismos principios morales de quienes lo atacan. La victoria militar no indica que la verdad haya sido restaurada. Solo indica que los que ganaron son más fuertes que los que perdieron.
Según el presidente Obama “la fuerza puede ser justificada sobre bases humanitarias, como en los Balcanes”. En el fondo, la retórica de la defensa de los más altos principios morales, democráticos o humanitarios le proporciona a EEUU la justificación para motivar a sus soldados y desplegar una interpretación positiva de su misión que, irónicamente, ha desatado una violencia destructiva que hoy no puede controlar o detener. El castigo o “daño colateral” sufrido por los habitantes de un país gobernado por criminales es imposible defender moral o racionalmente. El único camino racional y moral es resolver los conflictos internacionales a través de las negociaciones facilitadas por partidos neutrales y los lideres acusados de crímenes en contra de la humanidad juzgados en tribunales internacionales… ¿El sueño del pibe? Ciertamente. Nuestra predilección humana por la violencia en la resolución de nuestros conflictos permanecerá con nosotros, nos guste o no, por largo tiempo.
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