Wednesday, February 16, 2011

El encanto de la vulgaridad


 La aristocracia, desde que perdió su lugar dirigente en el mundo, ha acusado a la cultura de masas de poseer como único criterio estético y social a la vulgaridad.  La elevación de lo inferior al rango de lo superior, la corrosión de las jerarquías, la desaparición de la excelencia y la nivelación de todos los valores y  distinciones. El puro dominio de los apetitos y el placer fácil. El hombre masa, dice José Ortega y Gasset, consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior y, con una audacia que solo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. No es que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino el vulgar proclama e impone el derecho de la vulgaridad. O la vulgaridad como un derecho. Para muchos críticos, desde las últimas décadas del siglo XIX, la cultura estado unidense  ha sido el paradigma de la vulgaridad moral, intelectual, estética y social. Así, para Schopenhauer,  el carácter específico de América del Norte es la vulgaridad en todas sus formas, no solo en su vida privada, sino también publica. No deja al Yankee, dice, no importa cuanto trate de deshacerse de ella. Y hoy día la crítica cultural progresista arremete en contra del complejo industrial  de la cultura popular una de cuyas encarnaciones es lady Gaga. Curiosamente, sin embargo, es este paradigma, a pesar del filósofo, el que se ha extendido por todas partes. Un paradigma cultural que el mundo  se apresura a imitar con resultados, a veces, bastante imprevistos y nunca antes vistos.
El escritor francés Pascal Bruckner sostiene que de acuerdo a una cierta opinión bastante común la modernidad  constituyo  una victoria política que trajo la  derrota estética.  El hombre moderno, rodeado  de objetos inservibles, prefiere cambiar la belleza de la mente por la distracción barata,  la cultura de consumo y los miserables súper mercados que lo transforman en un autómata. El triunfo de lo inmenso sobre lo pequeño, de lo tosco sobre lo delicado. Cuando uno mira los programas más populares de televisión a través del mundo, en los que se  somete a los participantes a las prácticas mas degradantes que se pueda imaginar,  no es difícil pensar que el hombre contemporáneo ha  empujado los límites de la estupidez al infinito. Desde que no hay autoridad que determine  criterios de elegancia o decencia el mercado y la publicidad, su sirvienta,  tienen ahora la total libertad de imponer sus tonterías. Es la masa la que, al admirar a los que aparecen en las paginas de revistas y  desfiles de celebridades, se admira a si misma. Es el odio democrático a las formas, los códigos y ritos de etiqueta que se ven como barreras inútiles entre los individuos. Según el francés Phillippe Sollers hay que declarar la guerra del gusto, distinguir entre buena y mala cultura, reestablecer las jerarquías, condenar la mediocridad y proclamar la verticalidad del estilo, del talento y el genio. No todo puede ser democrático  en una democracia, no siempre la mayoría tiene la razón y la ley del mercado esta muy lejos de ser infalible en la orientación de las sensibilidades y el descubrimiento de lo original en medio de lo convencional.
La vulgaridad con su efecto intoxicante, con su fuerza de  atracción y repulsión, dice Bruckner, es la voz que surge desafiante desde abajo para herir y chocar la elegancia y despertar y recargar el espíritu, una especie de ignominia que molesta y provoca. El uso erótico de la vulgaridad, por ejemplo, transforma la maldición de la carne en el escándalo eclesiástico  de su goce, en el placer de rebajar lo alto y  disfrutar de su humillación. En el mundo de la moda las mujeres minimizan  audazmente su vestimenta y cubren sus cuerpos con tatúes, cortes  y  perforaciones. En el pasado las prostitutas trataban de pasar por mujeres decentes. Hoy día pareciera que  las  mujeres decentes disfrutan imitándolas. La subversión del catecismo sexual del templo. La atracción de la bestialidad del cine de horror  con la repetición interminable de visiones de cuerpos lacerados, charcos de sangre  y seres humanos cortados en trocitos  es la promoción de la vileza al estatus de canon. Pero, como buen heredero de la sensibilidad cristiana, que fue la primera en popularizar la representación de la muerte, la tortura y los cuerpos desmembrados con la figura del Cristo lacerado y su iconografía de  mártires,  el cine de horror también es la exploración  de las profundidades del mal y del terror infernal de lo informe, monstruoso y diabólico, la subversión y provocación  de la fealdad en contra de la belleza.  
Los que sienten nostalgia de aquellos tiempos en que se distinguía con toda claridad  entre la vida profana y la vida espiritual se horrorizan de que los más altos valores culturales se mezclen con la producción de la pobreza estética de la industria del entretenimiento y las revistas de caricaturas, las novela de detectives, la música pop, la ciencia ficción, los graffiti, la publicidad y la comercialización deportiva.  El despotismo del mercado de masas, según ellos, ha dejado atrás la belleza, el refinamiento y profundidad de la obra maestra y solo nos ha quedado  la trivialidad y el mal gusto como criterio artístico. Presos en la idiotez del presente o la idolatría del pasado.
A la mayor parte de nosotros, nota Bruckner, nos gusta tener alguna idea de que es lo que permanece y que es lo transitorio para evitar los valores falsos en un mundo lleno de  artefactos culturales que quieren pasar por artísticos. ¿Cuáles de ellos sobrevivirán y cuales desaparecerán? Cada creación es una apuesta en contra del tiempo y es mejor suspender el juicio antes de otorgarle aprobación o rechazo. Mientras esperamos el juicio del tiempo cada una de ellas existe mientras tanto en un ambiente de atracción popular o de rechazo critico, de elogio o desprecio. Nada se da por seguro y lo aparente se presenta como lo real, la imitación como lo autentico, el entretenimiento como arte  y lo vulgar como lo elegante. Es el dominio de lo impuro, de la incompatibilidad de gustos y de la mezcla de lo sublime con lo grotesco. Es esta zona de incertidumbre y caos, según Bruckner, la que hay que mantener abierta si queremos evitar los errores y  peligros de un clasicismo petrificado.  En lugar de deplorar esta mezcolanza, dice, debiéramos mirarla como una mutación. La belleza moderna ya no es la conformidad con el canon. Es lo extraño, lo que concentra singularidad. Es la excentricidad convertida en un producto de consumo masivo. Los mismos que leen a Jorge Luis Borgues siguen religiosamente a “American Idol” y los que disfrutan de los conciertos de Yo Yo Ma, aclaman “The Kiss”. La agudeza intelectual junto al ruido y el lugar común. Somos camaleones culturales. Y, a pesar de todo ello, podríamos decir que un mundo sin la vulgaridad de la mercancía artística popular seria un mundo bastante aburrido. Y el aburrimiento es mortal. Es por eso que,  al igual que la estupidez,  uno primero tendría  que reconocer la seducción de la vulgaridad  en uno mismo  antes de achacársela a otros. Después de todo, nuestra vida diaria esta llena de sentimentalismos baratos, estupidez alcohólica, imitaciones plásticas, comida chatarra, conversaciones banales  y entretenimientos envasados.
La vulgaridad, según Bruckner,  puede servir  de higiene mental en contra de la obscenidad del mundo  y fermento para rediseñar los clichés y extraer de ellos nuevas fuentes de asombro y extrañeza. Pero, advierte, también puede ser una trampa. La paradoja de la democracia moderna es que siempre tiene un doble filo. Permite la movilidad del arte y del destino de la gente y al mismo tiempo trae el imperio de los  trastos y las  falsificaciones. No hay salida. Todo esta ya contaminado. La vulgaridad es como la tierra de hoja  de la que pueden surgir nuevos brotes. Solo que nunca sabemos que nos traerán esos brotes.
Nieves y Miro  Fuenzalida.
Ottawa, Febrero 2011.


   


 





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